La joven y el mar

Emotiva y visualmente conmovedora, esta película toca muchas de las notas biográficas que el espectador podría esperar, pero lo hace con tanta habilidad que la historia se eleva, llevándonos con ella. El triunfo sobre la adversidad es, por supuesto, la esencia de las películas de deportes; no habría Rocky sin Apollo Creed, ni Una liga propia sin un machacante sexismo sistémico. La joven y el mar también se enfrenta al sexismo, al estilo de los años veinte, presentando una sociedad que ve a Trudy Ederle como poco más que una divertida curiosidad: una chica que nada como una campeona en una época en la que no había campeonas de natación. De hecho, las autoridades de la piscina de Coney Island donde practican los nadadores masculinos se niegan a permitir la entrada a las mujeres; el padre de Trudy incluso dice que es "indecente" que las niñas naden, cuando su férrea madre decreta que sus dos hijas deben aprender.

Muchas de estas objeciones se desvanecieron cuando Trudy empezó a batir récords de velocidad de natación uno tras otro. Incluso tuvo la oportunidad de competir en los Juegos Olímpicos de 1924, cuando la idea de que las mujeres participaran era aún controvertida. Trudy supera un obstáculo tras otro, y los espectadores sienten cada uno de ellos, así como el calor de la familia que la apoya, en particular su hermana Meg (Tilda Cobham-Hervey), la roca y mejor amiga de Trudy. En el momento en que Trudy se embadurna de lanolina y grasa de marsopa en la playa de Francia, lista para zambullirse en el agua e intentar la inmortalidad, sentimos tanto su dolor como su valor. Ya sabemos cómo acabará esta historia (Gertrude Ederle no tiene una entrada en Wikipedia en vano), pero ver a una mujer fuerte enfrentarse al mundo y triunfar es emocionante e inspirador, lo que la convierte en un clásico del cine deportivo.